Por Victoria Mamani
Cuando escucho el estribillo de una conocida canción
carnavalera: “estos carnavales quién inventaría”, no puedo evitar comparar las
fiestas de hoy con las de antes. Cuando yo era niña, en los años setenta,
ochenta, el carnaval en mi pueblo era de lo más lindo. Para esa fiesta mi
abuelo cosía polleras para mí y para mi abuela; utilizaba bayeta de tierra y la
teñía de diferentes colores para que se asemeje a las flores del campo. Eso me
decía. También me decía que las niñas eran como los primeros productos de la
cosecha, tiernas y inocentes, y que por eso debía ponerme polleras coloridas.
Mi abuela cosechaba las primeras papas y cocinaba un
rico ají de conejo. Los niños y niñas solíamos salir y jugar al gana gana para
recoger las flores del campo y llevábamos a los animales a pastar en los
mejores campos.
El lunes de carnaval las mujeres de la comunidad,
incluida mi abuela,
iban
a ch’allar los cultivos; entraban al medio de los surcos de la papa, sacaban
los primeros frutos y luego, como intercambio, enterraban confites y frutas,
como durarnos, lujmas, peras, y coca, en agradecimiento a la Pachamama, la
“madre tierra”.
Las pampas y los cerros donde había cultivos
parecían jardines llenos de flores silvestres. En esas épocas los frutos se
producían naturalmente, sin químicos; no había contaminación. Hacíamos
banderines de papel de seda y no utilizábamos, como ahora vemos, globos o banderines de naylón que sólo dañan
el medio ambiente y nos llenan de basura.
El martes de ch’alla era el encuentro de familiares,
ayjados y ayjadas. A las seis de la mañana recibíamos a las visitas que
llegaban con flores y confites. Empezábamos a ch’allar los alrededores de la
casa y las puertas; en los techos colgábamos flores ensartadas en lana y papel
de seda cortada en diferentes figuras. Luego ch’allábamos con vino, alcohol y
coca, agradeciendo y pidiendo a la madre tierra el bienestar de toda la
familia. También hacíamos la t’ikacha, que es adornar con cintas y pompones de
lana las orejas, de las crías de ovejas, llamas y vacas. El adorno es también
la manera de marcar a los animales para que, aunque se mezclen, cada quien sepa
cuál es el suyo.
También había fiesta y los mayores bailaban música
autóctona, como tarqueada, moseñada, pinquillada y anatiri; las mujeres se
vestían con polleras y awayos multicolores, y cargaban los frutos recién
cosechados.
Hoy en día vemos que estas costumbres sanas se están
perdiendo en los pueblos por la influencia de la ciudad.
Como resultado de la globalización las fiestas se han
mercantilizado y, lamentablemente, nos hemos vuelto consumistas de productos
chinos de contrabando y hay desde globos hasta banderines de todo tipo.
Como hemos
visto en estos carnavales, la entrada de lunes, eljisk’a anata en la ciudad de
La Paz antes era de danzas autóctonas; las comparsas de ch’utas deleitaba con
sus pasos y bailaban las y los vendedores de los mercados populares como el
Rodríguez; también participaban los productores del Río Abajo y de otras
comunidades. Así se desarrollaba la jisk’a
anata. Pero ahora vemos que hay una mezcla de danzas con caporales, kullawada,
morenada. Además hay bailes que no tienen nada que ver con el carnaval paceño.
Esto hace que el jisk’a anata pierda la originalidad. Pienso que para estas
danzas folclóricas hay otros espacios, como el gran poder, entrada
universitaria y las fiestas zonales.
Por último pude ver también la farándula de mayores.
Lamentablemente, una de las atracciones de esta entrada son los hombres
disfrazados de mujer, con prominentes senos y nalgas hechas con trapos y globos
inflados. Con actitudes grotescas, estos hombres se levantaban la pollera o el
vestido de frente al público y también mostraban los pechos exagerados. Esto es
parte del machismo de nuestra sociedad, es decir la ridiculización de las
mujeres, por considerarnos seres inferiores a ellos y que, por lo tanto, no
merecemos respeto; con esas acciones también insinúan que las mujeres
provocamos los abusos y violaciones que se producen con tanta frecuencia. Ver
esto es indignante y humillante para nosotras las mujeres. A propósito de esto,
no puedo dejar de mencionar que el periódico El Deber de Santa Cruz celebró sus
60 años el viernes 15 de febrero y lo hizo con una fiesta de disfraces. Los
ganadores fueron el jefe de Redacción, Tuffi Aré, que se disfrazó de mujer
caporala y el jefe de informaciones, Roberto Doti, disfrazado de chola paceña.
Sus fotos están circulando en el facebook. Obviamente, el objeto de risa no
eran ellos sino las mujeres a las que representaban. Con ese antecedente y
haciendo una generalización que no es arbitraria, no es raro ver cómo los
medios de comunicación enaltecen estas expresiones machistas, haciéndolas ver
como iniciativas llenas de originalidad. Tampoco es raro ver que con una ley
contra el racismo y las formas de discriminación, las autoridades, nacionales y
municipales, no actúen en estos casos que, claramente, son discriminatorios.
El carnaval
no tiene por qué continuar siendo otro espacio para que los hombre menosprecien
y se burlen de las mujeres.
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