miércoles, 20 de febrero de 2013

LA FIESTA DEL CARNAVAL



Por Victoria Mamani

Cuando escucho el estribillo de una conocida canción carnavalera: “estos carnavales quién inventaría”, no puedo evitar comparar las fiestas de hoy con las de antes. Cuando yo era niña, en los años setenta, ochenta, el carnaval en mi pueblo era de lo más lindo. Para esa fiesta mi abuelo cosía polleras para mí y para mi abuela; utilizaba bayeta de tierra y la teñía de diferentes colores para que se asemeje a las flores del campo. Eso me decía. También me decía que las niñas eran como los primeros productos de la cosecha, tiernas y inocentes, y que por eso debía ponerme polleras coloridas.

Mi abuela cosechaba las primeras papas y cocinaba un rico ají de conejo. Los niños y niñas solíamos salir y jugar al gana gana para recoger las flores del campo y llevábamos a los animales a pastar en los mejores campos.
El lunes de carnaval las mujeres de la comunidad, incluida mi abuela,                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                              iban a ch’allar los cultivos; entraban al medio de los surcos de la papa, sacaban los primeros frutos y luego, como intercambio, enterraban confites y frutas, como durarnos, lujmas, peras, y coca, en agradecimiento a la Pachamama, la “madre tierra”.

Las pampas y los cerros donde había cultivos parecían jardines llenos de flores silvestres. En esas épocas los frutos se producían naturalmente, sin químicos; no había contaminación. Hacíamos banderines de papel de seda y no utilizábamos, como ahora vemos,  globos o banderines de naylón que sólo dañan el medio ambiente y nos llenan de basura.

El martes de ch’alla era el encuentro de familiares, ayjados y ayjadas. A las seis de la mañana recibíamos a las visitas que llegaban con flores y confites. Empezábamos a ch’allar los alrededores de la casa y las puertas; en los techos colgábamos flores ensartadas en lana y papel de seda cortada en diferentes figuras. Luego ch’allábamos con vino, alcohol y coca, agradeciendo y pidiendo a la madre tierra el bienestar de toda la familia. También hacíamos la t’ikacha, que es adornar con cintas y pompones de lana las orejas, de las crías de ovejas, llamas y vacas. El adorno es también la manera de marcar a los animales para que, aunque se mezclen, cada quien sepa cuál es el suyo.

También había fiesta y los mayores bailaban música autóctona, como tarqueada, moseñada, pinquillada y anatiri; las mujeres se vestían con polleras y awayos multicolores, y cargaban los frutos recién cosechados.
Hoy en día vemos que estas costumbres sanas se están perdiendo en los pueblos por la influencia de la ciudad. 

Como resultado de la  globalización las fiestas se han mercantilizado y, lamentablemente, nos hemos vuelto consumistas de productos chinos de contrabando y hay desde globos hasta banderines de todo tipo.

Como  hemos visto en estos carnavales, la entrada de lunes, eljisk’a anata en la ciudad de La Paz antes era de danzas autóctonas; las comparsas de ch’utas deleitaba con sus pasos y bailaban las y los vendedores de los mercados populares como el Rodríguez; también participaban los productores del Río Abajo y de otras comunidades. Así  se desarrollaba la jisk’a anata. Pero ahora vemos que hay una mezcla de danzas con caporales, kullawada, morenada. Además hay bailes que no tienen nada que ver con el carnaval paceño. Esto hace que el jisk’a anata pierda la originalidad. Pienso que para estas danzas folclóricas hay otros espacios, como el gran poder, entrada universitaria y las fiestas zonales.

Por último pude ver también la farándula de mayores. Lamentablemente, una de las atracciones de esta entrada son los hombres disfrazados de mujer, con prominentes senos y nalgas hechas con trapos y globos inflados. Con actitudes grotescas, estos hombres se levantaban la pollera o el vestido de frente al público y también mostraban los pechos exagerados. Esto es parte del machismo de nuestra sociedad, es decir la ridiculización de las mujeres, por considerarnos seres inferiores a ellos y que, por lo tanto, no merecemos respeto; con esas acciones también insinúan que las mujeres provocamos los abusos y violaciones que se producen con tanta frecuencia. Ver esto es indignante y humillante para nosotras las mujeres. A propósito de esto, no puedo dejar de mencionar que el periódico El Deber de Santa Cruz celebró sus 60 años el viernes 15 de febrero y lo hizo con una fiesta de disfraces. Los ganadores fueron el jefe de Redacción, Tuffi Aré, que se disfrazó de mujer caporala y el jefe de informaciones, Roberto Doti, disfrazado de chola paceña. Sus fotos están circulando en el facebook. Obviamente, el objeto de risa no eran ellos sino las mujeres a las que representaban. Con ese antecedente y haciendo una generalización que no es arbitraria, no es raro ver cómo los medios de comunicación enaltecen estas expresiones machistas, haciéndolas ver como iniciativas llenas de originalidad. Tampoco es raro ver que con una ley contra el racismo y las formas de discriminación, las autoridades, nacionales y municipales, no actúen en estos casos que, claramente, son discriminatorios.

 El carnaval no tiene por qué continuar siendo otro espacio para que los hombre menosprecien y se burlen de las mujeres.



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